El “Enamoramiento” es un fenómeno de la atención, un estado anómalo de ella que el hombre normal produce.
El “Enamoramiento” en su iniciación, no es más que eso: atención anómalamente detenida en otra persona.
Los demás seres y cosas serán poco a poco desalojados de la conciencia. Dondequiera que la “enamorada” esté, cualquiera que sea su aparente ocupación, su atención gravitará por el propio peso hacia aquel hombre.
Hay una progresiva eliminación de las cosas que antes nos ocupaban. La conciencia se angosta y contiene sólo un objeto.
Al propio tiempo, ese exclusivismo de a la atención dota al objeto favorecido de cualidades portentosas.
A fuerza de sobar con la atención un objeto, de fijarse en él, adquiere este para la conciencia una fuerza de realidad incomparable. Existe a toda hora para nosotros; está siempre ahí, a nuestra vera, más real que ninguna otra cosa.
El mundo no existe para el amante. La amada lo ha desalojado y sustituido. Por eso el enamorado en una canción dice: ¡Amada, tú eres mi parte de mundo!
Sin la reducción de nuestro mundo habitual no podríamos enamorarnos.
Lo que hacemos es aislar un objeto anormalmente, quedarnos sólo con él fijos y paralizados.
Cuando hemos caído en ese estado de angostura mental, de angina psíquica que es el enamoramiento, estamos perdidos.
Al quedar paralizada, no nos deja libertas alguna de movimientos. Tendríamos, para salvarnos, que volver a ensanchar el campo de nuestra conciencia, y para ello sería preciso introducir en él otros objetos que arrebaten al amado su exclusivismo.
Tendríamos que salir de nuestra propia conciencia, íntegramente ocupada por lo que amamos.
El alma de un enamorado huele a cuarto cerrado de enfermo, a atmósfera confinada, nutrida por los pulmones mismos que van a respirarla.
La lejanía del objeto amado lo desnutre atencionalmente; impide que nuevos elementos de él mantengan vivo el atender.
Entendido con sutileza, puede decirse que todo el que se enamora es que quiere enamorarse.
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